23 de marzo de 2012

Cartas de los editores (II)




Finales de noviembre: [Autor] conoce en [ciudad] a [Editor] a través de un cierto número de conocidos comunes y ciertas casualidades que les hacen coincidir y mantener una aparentemente agradable conversación durante el desarrollo de un determinado acto cultural, pero —dado que gran parte del mismo consiste en la actuación de un conjunto de cuerda— hablan susurrándose al oído, así que apenas si podemos escuchar entre empujones, ya a la salida el final de la conversación: parece que ha girado en torno a un libro titulado La justicia del tiempo que —tras un par de años dándole vueltas— [Autor] presentó hace unos meses antes a un importante y conocido premio, y también que un miembro del jurado al que [Editor] conoce, le ha comentado a [Autor] que el libro alcanzó la [¿...?] votación durante el fallo, celebrado hace unos días... Entre eso y las buenas referencias que sobre él ha recibido de un par de amigos suyos escritores que también viven en [ciudad], parece que [Editor] le ha dicho a [Autor] que le haga llegar una copia del libro.
Finales de noviembre: [Autor] envía La justicia del tiempo a [Editor] y pocos días después recibe de él una felicitación navideña con estas líneas:

Querido [Autor]: Acabo de recibir tu La justicia del tiempo. Ten la certeza de que leeré tus versos con aplicación y cariño.

Principios de febrero: [Autor] recibe de [Editor] la siguiente carta:

[Ciudad], 7.II.97
Querido [Autor]:
Por fin encontré el momento para leer tu "La justicia del tiempo".
Comenzaría diciendo que, tras la lectura de estos poemas, lo que se concluye es que el tiempo no hace justicia, sino que actúa como el peor de los justicieros. Se nos presenta por extenso en este libro a un personaje que, al borde de la pérdida de la juventud y habiendo dedicado gran parte de ésta a la vida nocturna comienza a perder el placer que encontraba en todo eso, el cuerpo y el cerebro se resienten y los paraísos artificiales se acaban convirtiendo en un infierno. En tus poemas se intuye que hay verdad en la confesión personal y un profundo amor y confianza en el poder de la poesía como asidero frente a un mundo en descomposición. Sin embargo hay problemas que convierten este libro en un libro, a mi juicio fallido:
–Sigues un esquema acentual con predominio del endecasílabo y del alejandrino, pero se traiciona en cuanto al ritmo continuamente —por falta de pericia, no por intención— y no consigues en ningún momento dotar de cierta personalidad expresiva a estas nobles formas de la prosodia castellana.
–Se cae, por otro lado, a cada momento en el prosaísmo por un afán de explicitar las cosas sin medida, hasta el punto de que el libro queda en una confesión impudorosa de indudable interés humano, pero de escaso interés poético. Las experiencias aparecen volcadas en el poema como a granel, sin que el lenguaje, las imágenes y la sintaxis se preocupen en ningún momento de elevarlas a categoría poética.
–Sí se percibe, en cambio, un intento de trascender esas experiencias por medio de una meditación que recorre el libro y ofrece conclusiones, pero esas conclusiones son, la gran mayoría de las veces, mucho más el producto de un proceso de autoestima íntimo que el fin de una verdadera elaboración poética de la materia sensible.
En suma, si bien es cierto que demuestras lecturas, y ciertas maneras de vez en cuando, y que se intuye el libro que hubieras deseado escribir, también lo es que éste no es el que tu sensibilidad y experiencia exigían.
Siento mi diagnóstico, pero te siento amigo y a un amigo hay que serle leal y la lealtad obliga a la sinceridad.
Un fuerte abrazo,

 [Firma editor]

8 de marzo de 2012

Madre soltera (Tercer aniversario)




MADRE SOLTERA

Has dado a luz al hijo que querías
tener con él, pero su padre es otro,
y no te importa. Habría sido fácil
llevarle hasta tu cama
y arrancarle —con tu sabiduría
para el sexo y tus mañas de mujer—
esa esencia que tú necesitabas
para rehacer su imagen, confundiéndola
en una sola carne con la tuya...
Muy fácil, sí: tal vez por eso
le dejaste esa noche, de camino
a su casa, en la ciudad donde le
conociste y que él mismo te enseñó.

Esa noche, la última que os visteis
—y sabías muy bien que era la última—,
pensaste que tal vez no mereciera la pena,
que todo lo que había hecho por ti
tenía un interés oculto —ya te había
ocurrido con otros hombres antes—,
que no veía en ti más que a la esposa
que siempre quiso —guapa, inteligente y sumisa—
y no estabas dispuesta a renunciar
a ti misma para colmar tu anhelo,
el deseo que siempre, desde niña,
te había atenazado de ser madre.


Quizá por eso al niño —cuyo padre
es un rostro perdido entre tus piernas,
una noche que casi has olvidado—
le has puesto su nombre, el del que quiso
ser amante y esposo al mismo tiempo,
aquel que en su ignorancia,
pensó que caerías a sus pies y no tuvo
más premio ni castigo que este niño,
al que ha dado su nombre sin saberlo.



[Este poema, escrito hacia 1996, fue uno de los incluidos por L.A. de Villena en mi parte de la antología 10 menos 30. La ruptura interior en la poesía de la experiencia (Pre-Textos, 1997). Forma parte de Las vidas de los otros, un libro en el que ya por entonces llevaba algún tiempo trabajando y que a día de hoy sigue inédito.]