23 de febrero de 2010

Una secreta admiración por Donizetti



No había tenido suerte Gaetano Donizetti en su primer encuentro con el público parisino cuando presentó su Marin Faliero en el Théâtre Italien el 12 de marzo de 1835, menos de dos meses después del estreno —el 24 enero de ese mismo año— de I puritani, cuyo enorme éxito determinaría a la postre la tibia acogida del título donizettiano y el regreso del compositor a Nápoles para atender al estreno de la que se convertiría en una de sus obras maestras, Lucia di Lammermoor, previsto para el 29 de septiembre en el Teatro San Carlo. Tres días antes, el 26, había muerto Bellini en la capital francesa, y este hecho, unido al voluntario apartamiento del gigante Rossini de la composición operística (que no de la vida social y musical, no en vano tomó las riendas del Théâtre Italien) después del estreno en 1829 de Guillaume Tell, había dejado el camino libre al bergamasco para convertirse en lo que ya era cuando regresó al final de esa misma década —tras el rechazo de Poliuto por la censura italiana—: el más reputado compositor lírico de su tiempo.

La simple enumeración de algunos pormenores que rodean la composición de sus últimas óperas habla bien a las claras tanto de la abundancia y simultaneidad de los encargos como de la rapidez de su forma de trabajar: el primer borrador de Caterina Cornaro está fechado en 1842, pero Donizetti abandona momentáneamente el proyecto para comenzar a trabajar en Maria di Rohan (que sería estrenada en el Kärntnertortheater de Viena en junio de 1843) y Don Pasquale; de nuevo retoma el trabajo en Caterina y una vez más lo interrumpe para concentrarse componer Dom Sébastien, roi du Portugal, interpretada en noviembre de 1843, mientras que la première de Caterina, que tenía que haber sido puesta en escena este mismo año, se pospuso dado que el compositor, por razones de salud y de agenda, no podía supervisar la producción, que finalmente subiría a escena (sin demasiado éxito) en Nápoles el 12 de enero de 1844.

En unas declaraciones de 2004 recogidas para El Cultural del diario El Mundo por Carlos Forteza, a propósito del estreno en el Teatro Real de la producción de Don Pasquale de Grischa Asagarov (estrenada en 1997 en la Opernhaus de Zurich con motivo del 200 aniversario del nacimiento de Donizetti) el director musical de la misma, Giuliano Carella, hablaba de Donizetti, como “continuador directo de las técnicas musicales y teatrales establecidas por Rossini a principios del XIX. En esa franja de treinta años que separan «Il barbiere di Siviglia» y «Don Pasquale», Donizetti eleva ese legado rossiniano a sus máximas consecuencias. En su favor, desarrolla el género al dotar a sus personajes de una complejidad y profundidad psicológicas quizás ausentes en Rossini”. Señala también Carella las evidentes novedades que introduce Donizetti en su capolavoro, rompiendo la estructura de los números cerrados tradicionales al suprimir el recitativo secco propio de la ópera buffa —en cuya tradición escénica y argumental, como comenta Blas Matamoro en su artículo, introduce también el cinismo como elemento añadido a la ironía— y sustituirlo por el recitativo accompagnato, contribuyendo así a una mucho mayor unidad y fluidez del discurso dramático-musical; y pone un ejemplo de esas “claras intenciones modernizadoras” que de puro evidente pasa muchas veces desapercibido al espectador u oyente: en la primera escena se mantiene la estructura tradicional de recitativo, cavatina y cabaletta, pero el núcleo del número en su conjunto no se reserva a uno de los personajes como venía siendo habitual (recuérdense a este respecto, por atenernos a lo más conocido de su repertorio, las arias di sortita de las respectivas protagonistas en Ana Bolena, Lucrezia Borgia, Lucia di Lammemoor o Roberto Devereux) sino que se inicia como duetto entre Pasquale y Malatesta, sigue con la cavatina (Bella siccome un angelo) encomendada al doctor y, tras un nuevo y breve intercambio entre ambos, termina con la cabaletta (Ah! Un foco insolito) cantada por Don Pasquale.

En esa producción, Asagarov y su diseñador Luigi Perego trasladan la acción al período de entreguerras del pasado siglo, los “felices años veinte”: Ernesto aparece en escena vestido con el típico atuendo de inglés de jugar al tenis, mientras Don Pasquale colecciona osos de peluche en una “especie de casa romana construida con el estilo del último Renacimiento, decorada en colores pompeyanos, con muebles antiguos y tapices polvorientos, que se transformará, tras la llegada de Norina, en algo muy distinto, de plástico rosa, muy postmoderno”, en palabras del propio Asagarov. Me refiero a ella en lugar de a cualquier otra, de las muchas y bastante acertadas que en los últimos años vienen sucediéndose en los escenarios de todo el mundo, por ser de sobras conocida por una gran mayoría de los aficionados: fue retransmitida en su reposición de 2006 a través del canal de televisión Mezzo, con un reparto de ensueño —Ruggiero Raimondi en el papel titular, magníficamente secundado por Oliver Widmer, nuestra Isabel Rey y el mejor de los Ernestos posibles, Juan Diego Flórez— y editada posteriormente en DVD por Decca. La generalización de los formatos CD y DVD (y la práctica imposibilidad, dado los cada vez mayores costes, de seguir grabando una y otra vez en estudio los mismos títulos con repartos “mediáticos”) ha favorecido el hecho de que sea ya habitual registrar en vivo la mayoría de las producciones de ópera a lo largo y ancho del mundo para que el aficionado pueda disfrutarlas en la comodidad de su hogar y en condiciones de imagen y sonido impensables hace unas décadas.

Todavía recuerdo mis primeros años de afición operística (prácticamente desde los dieciséis, aunque con pasión y ahínco mucho mayores desde la universidad) que probablemente conocen, han compartido y recuerdan también muchos de los que ahora leen estas líneas: eran los años de florecimiento del repertorio rossiniano en el ámbito discográfico, pero también lo habían venido siendo en el puramente teatral —documentado por grabaciones radiofónicas o privadas— de una notable Donizetti renaissance que encabezaron nombres como Leyla Gencer, Caballé o Sutherland. Sólo un ejemplo, para mí muy especial: el 20 de abril de 1965 (yo nací en noviembre de ese año, o sea que a la sazón estaba ya en el vientre de mi madre) una joven casi desconocida sustituía en el neoyorquino Carnegie Hall a la indispuesta Marilyn Horne en el papel principal de la Lucrezia Borgia que se ofrecía en versión semiescenificada. La grabación de esa función —como tantas otras de Verdi, Wagner, Bellini, el propio Donizetti, etc.— circuló en LP en la época del vinilo, pero yo no la conocí hasta mediados de los noventa, cuando la editó en CD Great Opera Performances (o G.O.P. si lo prefieren): en la sala se hace un silencio absoluto tras el breve aplauso de cortesía a la cabaletta de Orsini Fede a fallaci oroscopi, la orquesta (dirigida por el veterano e injustamente minusvalorado Jonel Perlea, que ocho años antes, tras un ataque al corazón y un derrame cerebral, había tenido que aprender a dirigir sólo con la mano izquierda) entona la breve introducción al recitativo Tranquillo ei posa y aparece la protagonista, se llama Monserrat Caballé, y a unos pocos avisados su nombre les suena de una Manon de Massenet con Di Stefano en México en septiembre del año anterior: los prodigios empiezan a sucederse y no se sabe qué admirar más: si la extraordinaria belleza del timbre, la tersura y mordiente de la voz, los filados, los trinos, los reguladores dinámicos o los imposibles pianissimi sostenidos por una capacidad de fiato que devendría legendaria. Son en total once minutos durante los que apenas alguna tos, algún leve carraspeo, puede oírse (el sonido de la grabación es bastante aceptable) tras el breve intercambio con Gubetta que conduce al aria propiamente dicha [para quien no conozca la grabación he subido a You Tube y enlazado a continuación el recitativo y el aria]… Todavía hoy se me ponen los pelos de punta cuando tras las últimas palabras de la segunda estrofa (non ti desti che al piacer) estallan los aplausos y los bravos... Así describía el crítico musical del New York Times, Raymond Ericson, la reacción del público tras esa primer aria: «Miss Caballé sólo tuvo que cantar su romanza inicial, una típicamente dulce aria de Donizetti con pequeñas florituras vocales, y se vio claramente que aquí había una cantante no sólo con una hermosa y pura voz, sino también con excepcional dominio del estilo vocal. No fue una sorpresa que tan pronto en la ópera el público interrumpiera la función durante cinco minutos con sus aplauso y vítores». Y el entusiasmo no haría sino crecer para acabar en una atronadora ovación de más de media hora para la debutante [Quien desee conocer un relato completo y detallado (en catalán) de los pormenores de esta representación, las circunstancias que la rodearon y su decisiva trascendencia en la carrera de la soprano, puede leerlo en el capítulo 6 ("El triomf mundial arriba de sobte") de la biografía Montserrat Caballé de Roger Alier, L'Arca, Robinbook, Barcelona 2008, especialmente pp. 52-54 (vista previa restringida del libro en este enlace)].





Pero eran también años en los que persistía aún el eco de afirmaciones nacidas no sólo del desdén, sino también del más absoluto desconocimiento de las partituras originales y de las caprichosas modificaciones y cortes obradas en ellas a lo largo del tiempo, como ésta de uno de los mejores compositores venezolanos, Juan Bautista Plaza (1898-1965): “casi todas las referidas óperas, no obstante las inspiradas páginas que encierran, carecen de unidad de estilo y su instrumentación es por lo general muy pobre” O esta otra, extraída de la monografía del musicólogo francés François René Tranchefort La Ópera, (1983, edición española en Taurus, 1985): “el talento melódico frecuentemente se ve debilitado por la banalidad de la armonía y de la instrumentación”. No resulta extraño, así, que en 1974, en el último poema de su libro Variaciones y figuras sobre un tema de La Bruyère, el titulado L'enigme de l'heure, escribiera Guillermo Carnero estos versos:

“El poema es un complejo artesanado, un gran reloj de cuco;
conocemos su engranaje y cómo da la hora
que es, con todo, un enigma: también nos duele confesar
una secreta admiración por Donizetti.”

Pero desde que la revolución historicista ha ido alcanzando a la ópera del período romántico tales dislates han quedado totalmente obsoletos y desmentidos. Por poner sólo un ejemplo: en sus propias notas a su grabación de Lucia di Lammemoor con instrumentos originales comenta Sir Charles Mackerras (traduzco sobre la marcha del libreto en inglés) que “si, como se ha hecho frecuentemente, se cortan todos los pasajes en los que no participa Lucia, y se transporta abajo el resto, toda la ópera parece escrita en una sola tonalidad, Sol mayor, con lo cual parece no haber desarrollo tonal. En realidad, Donizetti dispuso cada número en una tonalidad opuesta, con los correspondientes caracteres asimismo opuestos de los personajes. Con los cortes y transportes, la ópera pierde mucho de su estructura dramática y se convierte en una velada para aficionados a la mera pirotecnia vocal.” Creo que no hace falta decir más…

Hoy en día todos aquellos maravillosos testimonios sonoros, buena parte de los cuales no nos habríamos atrevido a soñar siquiera, no sólo están a nuestra disposición en mejores o peores condiciones, excelentes en algunos casos y pésimas en otros, sino que de muchas de sus óperas —y de las de contemporáneos suyos menos conocidos— se han realizado representaciones y producciones en concierto ad hoc para llevar a cabo la correspondiente grabación discográfica, y es de justicia destacar en este sentido la labor (por la solvencia de las interpretaciones y la magnificencia de los libretos, con amplísimas y acertadas introducciones histórico-musicales) de la firma inglesa Opera Rara con el apoyo de la “Peter Moores Foundation”. Ya no caben, pues, más nostalgias que aquellos locos e imposibles sueños de los años post-adolescentes: ¿y si Callas hubiera llegado a tiempo a la exhumación y reestreno de Roberto Devereux en Nápoles en 1964?; ¿y si RCA hubiera tenido la inteligencia comercial de Decca y hubiese grabado con la pareja Kraus-Caballé, en aquella segunda mitad de los 60 verdaderamente gloriosa para ambos, no sólo Lucrezia, sino también Lucia, Devereux, Stuarda, Manon (que cantaron —la única vez juntos en escena— en Madrid en el 67) y tantas otras de otros compositores, como la mencionada I puritani, que ambos grabaron para EMI en 1979, en condiciones ya no idóneas...? Pero son sólo eso, sueños imposibles de aquella juventud

     “cisne mío, mi juventud dichosa
     expirando a los pies de Donizetti”
(Antonio Colinas, Sepulcro en Tarquinia, 1975)

…Se levanta el telón, disfruten...

[Una versión reducida de este texto apareció en el libreto del Don Pasquale representado en el Auditorio «Víctor Villegas» de Murcia el pasado 20 de febrero, con dirección escenica Curro Carreres y musical de Fabrizzio Maria Carminatti. Más información sobre la producción —a la que pertenece la fotografía que encabeza esta entrada— pinchando aquí]

21 de febrero de 2010

El coloquio de los perros, nº 26



Ya está en la red el esperado número 26 de la revista digital de literatura El coloquio de los perros, con poemas de Ernesto Pérez Zúñiga, Juan Bonilla, Aleyda Quevedo, Pablo Méndez, Carlos Jiménez Arribas, Leo del Mar, Alexis Gómez Rosa, Inma Pelegrín y quien suscribe; cuentos de Luis López, Alfonso Legaz y Miguel Ángel Hernández-Navarro; poemas traducidos de Asher Reich, Fátima Núñez Delgado, Terese Svoboda, Fernando Pessoa, Rosa von Praunheim y Guy Perreault; entrevistas a Carlos Salem, Miguel Serrano Larraz, Adolfo Castañón y el poeta argentino Luis Benítez; artículos y reseñas de narrativa, poesía, teatro, fotografía, música (una Elegía por Narciso Yepes de José Antonio Hernández Arce) y muchas otras cosas que espero se sientan invitados/as a descubrir.