PERCY SHELLEY EN EL ARIEL
Da pena esta limpieza de mi cuerpo
que sólo tú acaricias; esta voz
fundida con la mía, ambas extrañas,
con un sonido ajeno aquí en la mente,
donde sólo uno mismo debe oírse;
no hay otra que transmita su cadencia
por esa magia simple, su silencio
a los versos amargos que ahora escucho.
Como el mar en invierno, despeinado,
sin sol ni luz, espera una palabra,
así he presentido que mirabas
la paz que trajo a veces tu demonio:
los cuerpos se alejaban al oscuro
rumor que me insuflaste cuando niño,
al eco de tu voz, que tan temprano
vibraba ya en la mía y sólo ahora
reconozco. No puedo soslayar
la tentación de hablar contigo, infame,
recordada en el tacto de mi piel,
el odio de mirarte confidente
solícita de tanta adolescencia
desterrada, la envidia de esos años.
¿Dónde estabas? ¿Por qué no me enseñaste
la manera de amarte, como a tantos...?
Ahora aceptaría tu consuelo.
¿O piensas que el sonido de algún cuerpo
me atraería, que iba a abandonarte
y volver con la ofrenda de mis lágrimas?
Tal vez no te equivocas. Te he nombrado
deidad, como los hombres sacralizan
todo aquello que excede a su contacto,
o aquello de sí mismos que detestan.
Pero voy a seguir buscando el rostro
del que tú estés ausente, su sonrisa,
aunque al final descubra que mi aliento
huele a fondo marino, que mi piel,
incluso recién limpia como ahora,
suave y perfumada, disimula
dentículos, como el escualo triste
que en tu seno profundo nunca duerme.
que sólo tú acaricias; esta voz
fundida con la mía, ambas extrañas,
con un sonido ajeno aquí en la mente,
donde sólo uno mismo debe oírse;
no hay otra que transmita su cadencia
por esa magia simple, su silencio
a los versos amargos que ahora escucho.
Como el mar en invierno, despeinado,
sin sol ni luz, espera una palabra,
así he presentido que mirabas
la paz que trajo a veces tu demonio:
los cuerpos se alejaban al oscuro
rumor que me insuflaste cuando niño,
al eco de tu voz, que tan temprano
vibraba ya en la mía y sólo ahora
reconozco. No puedo soslayar
la tentación de hablar contigo, infame,
recordada en el tacto de mi piel,
el odio de mirarte confidente
solícita de tanta adolescencia
desterrada, la envidia de esos años.
¿Dónde estabas? ¿Por qué no me enseñaste
la manera de amarte, como a tantos...?
Ahora aceptaría tu consuelo.
¿O piensas que el sonido de algún cuerpo
me atraería, que iba a abandonarte
y volver con la ofrenda de mis lágrimas?
Tal vez no te equivocas. Te he nombrado
deidad, como los hombres sacralizan
todo aquello que excede a su contacto,
o aquello de sí mismos que detestan.
Pero voy a seguir buscando el rostro
del que tú estés ausente, su sonrisa,
aunque al final descubra que mi aliento
huele a fondo marino, que mi piel,
incluso recién limpia como ahora,
suave y perfumada, disimula
dentículos, como el escualo triste
que en tu seno profundo nunca duerme.
[Este poema, escrito en mayo-junio de 1987 e inédito hasta ahora, es el primero de la serie de fragmentos que luego conformaron el poema-libro Gaviotas desde el 'Ariel' (Pre-Textos, 2005) del que sin embargo quedó fuera, y uno de los incluidos en la antología Monólogos en el vacío, recientemente publicada por Ediciones del 4 de Agosto en la colección Planeta Clandestino, con motivo de mi participación (el pasado jueves 25, junto a Antonio Méndez Rubio) en el VII festival de poesía Agosto Clandestino en Logroño.]